Por qué matar la poesía
- futuroseran
- 26 mar 2024
- 3 Min. de lectura
Ese es el título del nuevo libro de Melissa Carrasco publicado por Ediciones en Danza. Dentro de algunas semanas se presenta y a modo de anticipo compartimos el comentario de Luis Benítez que cierra el libro.

El fin de las palabras
La ambivalencia es una de las tretas de la poesía para hacernos creer que habla de algo
que no sea ella misma. Liberada de la servidumbre a cualquier tipo de representación
desde mucho antes del ocaso de las vanguardias del siglo XX, incluso en lo remoto,
cuando parecía trabajar bajo contrato para ensalzar las gestas reales o imaginarias de
los héroes, los mandamases y las religiones de cada tiempo y lugar, guardó para ella
misma sus fulgores y genuinas revelaciones, segura de que en el futuro sus hijas
clásicas: la lírica, la dramática y hasta la épica −sus tres categorías griegas− así como
todas sus nietas y bisnietas venidas de la misma fuente primigenia revelarían su
legítimo sentido, la egolatría sin límites del único género que es su propio, exclusivo
tema.
Ella sabe muy bien que su cometido supuesto, aproximarse lo más que sea posible a lo
real inefable, es un imposible, ya que el instrumento que emplea, las palabras, no está
hecho para nombrar lo que por definición es innombrable, una cruel paradoja que nos
impide invadir y apoderarnos de ese huidizo territorio del que, otra paradoja, nosotros
y la poesía también formamos parte, ya que poder nombrar es poseer y solamente la
poesía se posee a sí misma porque está nombrándose todo el tiempo. Orillar la línea
fronteriza de lo decible y lo indecible, como ella lo hace, no es dominar, de manera que
siempre se mantiene la poesía dentro de sus propios límites y nos conserva en los
nuestros, satisfecha de su propio logro.
En Por qué matar la poesía, Melissa Carrasco accede a la brutal conciencia de estos
confines infranqueables, que la dejan sola y abandonada a sus dos suertes, la humana
y la poética (la poeta/el poeta es una criatura doble, tiene dos condiciones, no solo la
primera), tal y como les sucede a cualesquiera de sus colegas, se hayan dado cuenta o
no.
Carrasco descubre que la poesía no se interesa en hacerla feliz, ni protegerla de daño
alguno o consolarla cuando lo real inalcanzable e indiscernible le demuestra que
siempre está ahí a través de sus imprevisibles efectos, ni siquiera cuidarla de ella
misma, de cuanto pueda hacerse a sí misma, siendo como lo es, parte −ya lo dijimos−
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de lo real, como todos los seres y las cosas de este mundo, más sus infinitas
combinaciones e interrelaciones.
Melissa Carrasco da con el otro rostro de la poesía, el que suele estar oculto, como el
otro lado de la luna terrestre, para los menos avispados. El que, como en el caso de
nuestro satélite natural, ofrece en esa sombría porción escondida algo muy diferente a
su otra faceta tan encantadora, iluminada y brillante.
La poesía, madre abandonante, “teta negada”, no es refugio ni efímero ni permanente
y lo que es peor desde nuestra óptica, la humana, ni siquiera se interesa en hacernos
mal. Le resultamos por completo indiferentes y encima, es imposible acabar con ella
definitivamente.
La misma poeta lo dice y como siempre, lo que interesa en una autora/un autor no es
sólo lo que dice sino cómo lo hace, ya que el cómo hace el qué: “6. La poesía es el arte
de la deformación. / ¿Muere si quemo los campos de girasoles de Van Gogh? / No.” Y
agrega, por las dudas: “7. Si digo muera la poesía contemporánea y me suicido, ¿muere
la poesía?”. La respuesta ya la conocemos y Carrasco también.
Este quizá sea el hilo de Ariadna que nos lleve a través de los pasadizos de Por qué
matar la poesía hasta el minotauro con el que se topó la autora: el modo en que
Melissa Carrasco documenta a través de la misma poesía −otra paradoja más de las
tantas que ofrece su poemario− cómo halló que es necesario, conveniente, adecuado,
preciso acabar con ella, pero que así como la poesía fracasa para nombrar lo
innombrable, el poeta también yerra en todo intento por ultimarla, abrumado por el
desencanto.
Desencanto, frustración, cólera: son emociones y con emociones solamente no se
escribe poesía. Eso de valorizar algo porque “está visceralmente escrito” es una falacia:
solitas, las achuras no proveen destreza discursiva alguna. Es preciso contar con un
manejo experto de los instrumentos que la misma poesía nos provee, tal vez
burlonamente, para que intentemos asesinarla. Carrasco sabe cómo manejar el arsenal
y así lo evidencia en estas páginas contundentes, sufridas en carne propia, avaladas
por el fracaso mismo de sus palabras, que es el fin último de estas, en la doble
acepción del sustantivo.
Luis Benítez
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