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Charles Baudelaire, la videncia del arte


Febrero/ Marzo de 2022


José Luis Menéndez es un poeta que además de tener una obra reconocible y sostenida en el tiempo, es capaz de reflexionar sobre la escritura y lo poético. Son varios los ensayos en los que desarrolla sus ideas estéticas y creemos que merecen ser difundidas. Por eso, en este número reproducimos, con su autorización, un fragmento del capítulo dedicado a Charles Baudelaire de su libro Orfeo en la ciudad (2012).





Hay un hecho externo que ayuda a confirmar el rumbo estético definitivo de Baudelaire: Su introducción en la obra de Poe, de quien ya conocía algunos cuentos, como El Gato Negro, pero que recién habría de estudiar en profundidad a partir de 1852. El acceso a la literatura de Poe, le aporta a Baudelaire, por lo menos, tres elementos esenciales. Cuentos como Westergeiztein o El Demonio de la Perversidad, o el mismo El Gato Negro, le sugieren la certidumbre de que en el mundo campea un hálito de malignidad, una


“providencia diabólica, que prepara las desgracias desde la cuna, que arroja con premeditación a naturalezas espirituales y angélicas hacia ambientes hostiles, como si fueran mártires en mitad del circo”.



Baudelaire, al igual que Poe, se abroquela frente a esas fuerzas, y tensa sus armas, las del rigor crítico, las del esfuerzo literario, las de la elección de la belleza, para su propia desesperada lucha, en la que el rechazo se mezcla con la aceptación del “destino”.


Y puesto que ni se propone ni cree que sea posible ningún tipo de transformación social que eluda la recreación del Mal, el acoso inevitable de la “perversión”, las energías de Baudelaire se orientan hacia una suerte de blindaje estético, otro tipo de “Gusto”, que pueda resistir y convivir con aquella realidad agobiante, a partir de la aceptación de la derrota heroica como una forma de valor, o de una elaboración de la tristeza o del fracaso que no los excluya del cuerpo de “lo Bello”.


Baudelaire se iguala, por otra parte, con Poe, en cuanto a su ubicación frente a la sociedad. Y todo lo que dice sobre ella, suena, con meridiana claridad, como una sutil defensa de sí mismo, un tiro por elevación a los rectores de su propio medio.


“Siempre será difícil ejercer –comenta–, a un tiempo noble y fructuosamente, la profesión de hombre de letras sin exponerse a la difamación, a la calumnia de los impotentes, a la envidia de los ricos –esa envidia que es su castigo!–, a las venganzas de la mediocridad burguesa. Pero lo que es difícil en una monarquía moderada o en una república regular, se hace casi impracticable en una olla de grillos en la que cada cual, gendarme de la opinión, vigila en beneficio de sus vicios –o de sus virtudes, que viene a ser lo mismo–, donde un poeta, un novelista de un país con esclavos es un escritor detestable a los ojos de un crítico abolicionista; dónde no se sabe cuál es el mayor escándalo: el desmelanamiento del cinismo o la imperturbabilidad de la hipocresía bíblica.”


El ahogo individual, la sensación de condena perpetua a la incomprensión y el aislamiento que corporiza en Poe, exacerba su visión de la sociedad que ensancha los puentes y las chimeneas mientras angosta el arte, y le acuerdan a su voz un tono apocalíptico:


“Nuevo ejemplo y nuevas víctimas de las inexorables leyes morales, pereceremos por las mismas cosas a través de las cuales hubiéramos querido vivir. La mecánica nos habrá americanizado hasta tal punto, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada entre las fantastiquerías extraordinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá ser parangonado a sus resultados positivos […] ¿Necesito decir que lo poco de la política que reste se debatirá penosamente en la estrechez de la animalidad general, y que los gobernantes se verán obligados, para mantenerse y para crear un fantasma de orden, a emplear medios que harán estremecerse a nuestra humanidad actual, ya tan endurecida? […] Entonces, todo aquello que se asemeje a la virtud –qué digo–, todo aquello que no sea el ardor hacia Plutón, será considerado inmensamente ridículo. La justicia, si en esta época afortunada puede existir todavía una justicia, hará interdictos a los ciudadanos que no sepan hacer fortuna […] Quizá estos tiempos están muy cercanos; quién sabe si ya no han llegado y el embotamiento de nuestra naturaleza es el único obstáculo que nos impide apreciar el ambiente que respiramos”.


La otra gran coincidencia de Baudelaire con Poe se conforma en torno a la estructuración del hecho creativo. No hay instinto ni mucho menos azar. No hay potencia creadora que se concrete sin esfuerzo y sin plan. Poe teoriza sobre ello en Filosofía de la Composición, y a propósito de su célebre poema El Cuervo, llega a efectuar sobre su técnica creativa una descripción tan minuciosa como exasperante, que linda casi con el agotamiento de su misterio. Pero que vale, sin dudas, como exteriorización de una doctrina que ondeaba sobre un convencimiento feroz.


“Mi objetivo –dice Poe– es demostrar que ningún punto de la composición puede ser atribuido a la casualidad o a la intuición, y que la obra ha procedido, paso a paso, hacia la propia solución, con la precisión y la lógica rigurosa de un problema matemático.”


En el mismo sentido escribía Baudelaire:


“Muchos escritores, en particular los poetas, prefieren dejar decir que componen gracias a una suerte de frenesí sutil o de intuición extática, y posiblemente se estremecerían si debiesen autorizar al público a observar tras la escena y contemplar los trabajosos e imprecisos embriones de pensamiento, la verdadera decisión tomada a último momento, la idea a menuda entrevista como un relámpago y que rehúsa durante mucho tiempo dejarse ver a plena luz, el pensamiento plenamente maduro y arrojado por desesperación como si fuese de un natural intratable, etc., las plumas de gallo, el carmín, las moscas y el maquillaje completo que en el noventa y nueve por ciento de los casos constituyen el adorno y lo natural de la historia literaria”.


No ignoraba, pues, que la edificación de “su” Belleza debía obedecer a un orden riguroso, a un plan metódico, para lo cual las energías debían llegarle desde un espíritu superior, que pudiera darle a sus versos una amplitud de registro capaz de abrirlos como una conciencia sobrenatural, un aguijoneo en medio del abatimiento y la indiferencia como hecho por los mismos cuernos de Satán, el tutor infatigable de los réprobos. No implica, pues, ninguna disonancia, oírle decir, explicando la génesis de Las Flores del Mal:


“Actuar‚ de manera de ser bien comprendido; descender‚ tal vez muy bajo, pero luego ascender‚ mucho. Gracias a este método podrá descender hasta las pasiones innobles […] Poetas ilustres se han repartido desde hace tiempo las provincias más floridas del dominio poético. Me pareció entonces más interesante, y tanto más agradable cuanto más difícil parecía la empresa, tratar de extraer la belleza del mal.”


La Belleza requiere, lo mismo que las telarañas del Diablo, una paciente construcción. Al Mal no se lo enfrenta si no es con sus propias fuerzas. No se lo vence si no se lo conoce. No se comprende la totalidad de la luz sino después de andar por espesuras de tiniebla. Y el poeta es, en ese intento de transición, un verdadero predestinado. Sólo que en su caso no necesita, como Orfeo, descender al Infierno. Apenas necesita dar un paseo por el Panteón de París o por la ribera del Sena. Su Infierno es la realidad circundante: la supresión de lo místico por lo sentimental, la masificación implícita en la utopía democrática, la ostentación de un decoro barnizado que encubre la verdadera indiferencia moral.




José Luis Menéndez es bonaerense pero reside en Mendoza desde hace más de cuarenta años. Puede presentarse, por lo tanto, como "escritor mendocino". Se desempeña, en verdad, como Contador público, pero a la vez procura espacios para una vocación tan saludable como enfermiza, la de escribir. No cree que haya oposición entre las letras y los números; cree, por el contrario, que se complementan. Las letras, con frecuencia, invitan a ciertos vuelos, ciertas licencias imaginativas. Pero los números evitan el desborde. Llevan las cuentas de la realidad.

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