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Alejandro Michel: "seguiremos telegrafiando a lo desconocido"


Agosto de 2022


El poeta Alejandro Michel falleció el 25 de julio. Para homenajearlo lo presentamos con una breve biografía y a través de su conmovedora voz poética.

Agradecemos infinitamente a Alejandra Boero por el material para que esta nota fuera posible.


Alejandro Michel, poeta, traductor, profesor de español como lengua segunda y extranjera. Nació en 1958, en Mar del Plata, Argentina. Desde 1978 vivió en Buenos Aires. Fue miembro fundador del grupo surrealista Signo Ascendente, en cuyas actividades participó hasta 1983. Además de poeta y traductor, fue coeditor, junto con Alejandra Boero, de la página Gilgamesh: poesía y poéticas. Sus poemas han sido publicados en diferentes antologías, blogs y páginas de Argentina y Brasil. «La guerra de los mundos», obra ya terminada pero inédita, reúne los poemas que ha escrito desde el comienzo de la pandemia. Estaba en progreso su segundo libro «Manual de ciencias sociales». Fue docente de español como lengua segunda o extranjera diplomado por la Universidad de Buenos Aires. Estudió poesía leyendo el Gilgamesh, el Beowulf, el Kalevala y el Popol Vuh.


En cuanto a su poética quería la mayor claridad posible, el tratamiento directo de la cosa (Keats), la recuperación del carácter popular de la poesía épica. Su deuda de placer e inspiración estaban en la imaginación de H.G Wells, en las digresiones de Thomas De Quincey, en la invención de Edgar Lee Master, en el expresionismo de Bertold Brecht y en las sagas leídas en su juventud después de haberse encontrado con los ensayos de Borges sobre las antiguas poéticas y narrativas germánicas.

Murió en Buenos Aires el 25 de julio de 2022.







La guerra de los mundos: la guerra de los mundos


«The streets were horribly quiet».

H. G. Wells, The War of the Worlds


Tenemos que hablar, Wells.

Te invito a dejar la tumba y venir a mi jardín.

Es otoño en Buenos Aires, ya no hay colibríes ni golondrinas,

pero sé que te gustará ver cómo se oxidan los colores

cuando sopla la brisa húmeda de la tarde.

¿Té? No, lo siento, no hay té en mi casa.

Puedo ofrecerte mate amargo y medialunas,

delicias del más acá que podrías traficar en el más allá.

Sentate, Wells, debajo del hibisco. Ponete cómodo.

Quería preguntarte si ahora somos nosotros los marcianos.

Nuestras máquinas, que eran magníficas, han dejado de volar.

Las calles están desiertas; los cementerios, repletos.

Y en su desesperación, los muertos los toman por asalto.

Nadie quiere pasar su muerte a la intemperie.

Está refrescando, Wells. Pronto nos quedaremos sin sol.

Verás constelaciones diferentes en este cielo.

Hablabas de la sabiduría infinita. ¿Era eso, entonces?

No te duermas ahora, Wells. Tenemos que conversar.




La guerra de los mundos: en el Titanic


El capitán Smith escucha el último parte médico y exclama:

¡Ojalá hubiéramos chocado contra un iceberg durante la noche!

¡Ya estaríamos todos en el fondo del océano,

sin vida, claro, pero menos muertos que ahora en este barco!

No hay peste que no provenga del futuro,

del pasado solo nos llegan la melancolía y el remordimiento.

Hemos telegrafiado al futuro, pero es en vano, nadie responde.

Hemos telegrafiado CQD y luego SOS y luego CQD otra vez,

una ocurrencia de Jack Phillips, el enamorado del Marconi,

pero nada, no hay telegrafistas despiertos del otro lado del tiempo.

Somos 269 metros de horror a la deriva, los fogoneros se sublevan.

La gente huye de los camarotes y agoniza boqueando en las cubiertas,

les falta el aire en medio del aire, justo aquí, en alta mar.

Es como si a los peces les faltara el agua en medio del agua.

Y abajo, en lo profundo del casco, donde viajaban los inmigrantes

–desocupados de Italia, Suecia e Irlanda, andrajosos y simpáticos–,

el paso de la peste ha dejado una fosa común abierta y mal iluminada.

Es triste, pero no injusto. Seguiremos telegrafiando a lo desconocido.

¡Que la orquesta suba al puente de mando, necesitamos un poco de música!



La dama del barbijo


Esa noche, poco después del eclipse,

dejé la medicación y los crucigramas,

y me hice cinco barbijos para salir a la calle.

(¡Chau, pánico!, exclamé frente al espejo oval

mientras me los probaba). Son preciosos.

Me los hice con remeras de manga corta viejas,

de esas que usás para dormir cuando es invierno

y estás sola en la cama, acostada con vos misma.

Nooooo, no es difícil hacer barbijos con remeras.

Las cortás a 25 centímetros del borde inferior,

justo por donde pasa el horizonte de los eventos,

y después abrís cada franja por el agujero de gusano

que ves a la derecha (ay, estos nombres me enamoran,

voy a estudiar astrofísica cuando termine la pandemia).

Sí, para los colores me inspiré en un poema de Rimbaud.

Tengo un barbijo negro, uno blanco, uno rojo, uno verde

y uno azul. Son mis vocales, un arco iris para mi boca.

Me han dicho que el rojo es el que más lindo me queda.

Y creo que es verdad. Rosa Luxemburgo lo llamo,

me da coraje y alegría cuando te busco por San Telmo.

Te imagino detrás de un árbol, escondido, al acecho,

esperando a que yo pase para salirme al paso y asustarme

(la poesía aliterativa te encantaba; a mí, no). Un nene.

No estás. Entro al supermercado chino y saludo en chino.

Nijao, digo, y Lisa Zhang, que es de Fucheng, me sonríe

con los ojos. Hola, me responde. Lluvia, me dice, pronto.

(No tengo paraguas, amo la lluvia, pienso, pero no lo digo).

Le pregunto si te ha visto, me hace que no con la cabeza.

Tenga feliz, me ordena, entonces, y me regala un alfajor

envuelto en papel dorado. Tiene la cara de un astronauta.

Quisiera abrazar a Lisa, invitarla a tomar mate con miel.

Ando ahora por las góndolas, quizá te encuentre por aquí.

Mi gondolera indecisa, me llamabas. No estás, no te veo.

Me llevo alcohol para las manos y alcohol para la boca.

Cada nueva noche es siempre más larga que las anteriores.

Viajo despierta hasta el sol en un carrito lleno de botellas.

¿La cajera sabrá que hoy le ha tocado la caja de Pandora?

No sabe, creo. Mejor así. Pago, le regalo un vino a Lisa.

Salgo a la calle Chacabuco, una batalla. Está lloviendo.



Manual de Ciencia Sociales: Killer


Para matar como Dios manda

(«No matarás» significa «Te gusta matar»),

para que la sangre estalle contra las paredes

y se extienda como una hiedra de horror inesperado,

bajaré de los cielos y los techos vestido de superhéroe,

con mi fusil de asalto cruzado en la espalda sudorosa,

y entraré en esa escuela primaria a la hora del almuerzo.

Algunos pensarán que es teatro y festejarán mi llegada,

otros comprenderán en el acto y tratarán de escapar.

Sin decir nada, abriré fuego contra unos y otros,

contra los que reían y contra los que lloraban.

Apuntaré a las cabezas y los pechos, seré certero.

Si puedo ―si me dejan― usaré todos mis cargadores.

Mi misión estará cumplida cuando un policía,

preferentemente latino o negro, acribille mis pensamientos.



Refugiados En Europa les permiten ahogarse en el Mediterráneo, preferentemente al atardecer, cuando los tiburones están de cacería. A los que sobreviven los ponen en campos de concentración, no de exterminio (no hay cámaras de gas ni hornos crematorios en esos campos: las carpas podrían incendiarse, el fuego podría llegar a las ciudades). Cantan en las tabernas de Europa: Camaradas, hemos superado el nazismo. Camaradas, que el frío, la lluvia, el calor y las enfermedades les den su merecido. Esta es la tierra de nuestros ancestros, camaradas, defendámosla de los invasores, seamos valientes, pidamos más cerveza. En Sudamérica, adonde llegan por aire o tierra, les permiten vender chucherías por las calles o trabajar en negro, ya que son negros. Cuando protestan o se resisten a la autoridad, los muelen a patadas y palazos, a veces frente al mar, a veces en un callejón sin salida. Cantan en las tabernas de Sudamérica: Compañeros, hemos superado la esclavitud. ¿Para qué queremos esclavos ahora que somos libres? Los esclavos quieren acostarse con nuestras mujeres. Esta es la tierra de nuestros ancestros, compañeros, defendámosla de los invasores, seamos valientes, pidamos más cerveza.


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