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futuroseran

Julio González, escritor de provincia


Julio de 2022


Sergio Morán




Por último, es mi voluntad,

que este papel sea cremado

(en ceremonia pública o privada)

y sus cenizas arrojadas

al suave comienzo del otoño.


(Escritor de provincia, Cosecha embrujada)



El sábado 9 de julio murió el poeta Julio González. Había nacido en setiembre de 1931. Trabajó en la Municipalidad de la Capital y colaboró en diarios, incluidos Los Andes y Uno, escribiendo poemas y críticas sobre artes plásticas. En 1993 escribe el guion ganador para la Fiesta Nacional de la Vendimia. Desde la década del 60 publica libros de poesía que incluyen: Las dulces moscas (1967), Cosecha embrujada (1992), Vuelo terrestre (1998, con ilustraciones de Alfredo Ceverino), La sombra del amor (2002, prólogo de Raúl Silanes y portada de Carlos Alonso), En esta tierra herida (2005, prólogo de José Luis Menéndez, ilustración de tapa de Gastón Alfaro), Johannes Vermeer (prólogo de Sergio Hocevar), Julio González, Antología poética (2016 con dibujos de Alfredo Ceverino), Otra vez, siempre otra vez. Poemas elegidos (prólogo de Juan López). De él dijo Fernando Lorenzo: él es uno de los que sueñan, uno de los que hacen posible que nuestro país tenga también su cuota de sueño. Entre los disconformes, levanta el brazo. Sabe con orgullo que la historia la hacen, no los repetidores, sino los otros”.

Para el justo homenaje que merece, buscamos testimonios de contemporáneos y de quienes, perteneciendo a otra generación, lo reconocen como un maestro.



Poeta te recuerdo llegando a la cita impostergable del bar Gargantúa, de Rivadavia y San Martín. Acercando una silla te sumabas a Fernando Lorenzo, Ricardo Embrioni, Julio Castillo, Marcelo Santangelo, Carlos Levy…con tu infaltable carpeta de apuntes, como es común en los poetas. De voz y perfil bajo, cafeterino, noctámbulo, engominado, cordial, respetuoso. Tomo tu libro Cosecha embrujada, leo un fragmento de una poesía dedicada a Isabel, tu compañera de vida y de sueños: “…como en lejanos corredores, /suena tu voz, /aparecen tus manos, /el aire huele a hierba, /a cielo abierto, a vuelo despegado. / Brillan tus ojos, /el día existe"…

(Sara Rosales, artista plástica)


“Estamos construidos por palabras, aunque nadie parece darse cuenta”, es una de las frases con la que empecé a conocer a Julio, hace muchos años, en un café de la calle Rivadavia. Ese misterio y el del cine eran los temas de nuestras conversaciones, donde abundaban los silencios. A algunos acuerdos llegamos, por ejemplo, que la película “Octubre” de Eisenstein nos fascinaba, fotograma por fotograma, aunque él prefería a Chaplin. Había incursionado en el cine, en un mediometraje del que prefería no hablar. También coincidimos en que “Rata paseandera” era la mejor grabación de Louis Armstrong. Me agradaba su humor sutil, sus opiniones sin estridencias, la firmeza con que defendía su posición política en la vereda de enfrente del imperialismo, su escepticismo a ultranza…

Ahora que no está, la imagen de Julio que me queda grabada es de cuando me regaló su libro de poemas “La sombra del amor”. Sonreía de una manera especial cuando empezó a leer “Qué será del clavel sin Isabel…”. Sin disonancias, la proclama de un poeta enamorado de la vida. (Luis Alfredo Villalba, poeta, narrador, guionista, cineasta)


Conocí a Julio hace treinta años, en un viaje que hicimos a San Rafael, varios integrantes del Grupo Aleph, pero no me dijo que también escribía, solo que trabajaba en un diario, como ayudante de tareas generales, y que viajaba con nosotros por ser amigo de Fernando Lorenzo. Mucho después descubrí que era poeta, y de los buenos. Más silencioso que hablador, más concentrado que disperso, más preciso que abundante, y más lector que autor, como si rehuyera escribir sobre lo que ya estaba escrito. Cumplía para ello con otra condición, leer en abundancia, sin limitarse a nombres rutilantes. Una vez me dijo: -Estuve sentado en una plaza de Lisboa, horas y horas, todo lo que veía eran palabras de Pessoa-. También me indujo a leer a Czeslaw Milosz, un escritor al que admiraba. Al hacerlo observé, en muchos poemas., que aquel poeta polaco, describía personas que eran Julio González. Sencillos mensajeros de un paisaje que solo pide ser mirado como un regalo natural, con más asombro por lo inabarcable que tristeza por su brevedad. (José Luis Menéndez, poeta y ensayista)


"El Julio" era para mí, y para muchos de mi generación, un poeta de "los grandes", una forma de referirnos a ellos tanto por edad como por estatura artística. Un ellos que incluía también a Víctor Hugo Cúneo, Jorge Enrique Ramponi, Fernando Lorenzo, Carlos Levy, Narciso Pereyra y más cercanos en el tiempo y los años a Mercedes Fernández, Raúl Silanes y José Luis Menéndez. Como la mayoría de ellos, Julio González fue un maestro involuntario, al que le bastaba una charla de café para compartir su ácida visión de la vida, del devaluado periodismo cultural y la literatura como caja de resonancia de lo mejor y peor del hombre. Títulos como Vuelo terrestre, En esta tierra herida y La sombra del amor, entre otros, ya son parte de esa herencia invaluable que espera por nuevos y viejos lectores, esos que saben que la poesía nunca caduca. Me quedo con las palabras de otro imprescindible, Carlos Levy, quien decía que Julio "presta sus oídos a las desdichas de la criatura humana y compone sus textos con belleza y con ternura. Con bronca y con ternura. Con la sapiencia del poeta que ha puesto sus horas y deshoras a mirarla, y siempre con ternura". (Rubén Valle, poeta y periodista)


Julio González fue el último de los grandes poetas mendocinos. Un tipo exquisito, capaz de recitar de memoria sus versos predilectos, pero también de la charla distendida. Sagaz, sabía siempre cómo pasar inadvertido. Eso quería y eso buscaba: su destino ya era trascendente.

Ácido, no tenía piedad con los mediocres. Tampoco con los masificados repetidores de consignas. Sensible, se emocionaba con todo aquello capaz de demostrar bellamente a la humanidad. Las palabras, su debilidad; la pintura, su deseo imposible; el cine; la fantasía animada.

Lo conocí siempre enamorado de su inseparable Isabel y era envidiable la paciente adoración que se profesaban, como amantes maduros que refutan la furia de los besos. Con su partida, empezó también él a despedirse. Los poetas aman la soledad, pero no soportan la orfandad.

Tuve el privilegio de su afecto, de sus libros que siempre merecen relectura, y de sus momentos en el café. Incluso de la llamada inesperada para recitar un poema inédito. O un clásico. O un nuevo libro. O la mera necesidad de resistir el olvido. Lo mismo que busca este recuerdo (Luis Abrego, periodista y escritor)



Tres poemas de Julio González:


La joven de la perla

Hija de la luz,

duermevela de los hombres,

soñada por los mendigos

antes que nadie te soñara;

de tu sonrisa ahora eterna

parten las horas como pétalos

que caen y bendicen el silencio

que te envuelve y te toca

con su mano invisible.

Tu sagrada quietud

agita la mirada del viajero

que sin tu aliento

vuelve al desierto de los hombres.

Qué ciega mano

guio el pulso de

Johannes de Delft, pintor barroco,

limpió la greda humana

de su cuerpo,

y lo condujo a tu temblor eterno.

Quién eras, antes del turbante y de la perla,

antes de la pureza trémula,

antes de que naciera la luz

de tu mirada,

piadosa esfinge en la vigilia

de los hombres.



La joven de la perla (Johannes Vermeer, 1667)



Nuestro Auschwitz

Todo cuerpo nacido de mujer

tiene el perfume de Auschwitz;

viene en los genes, entre

restos de frambuesa o hamburguesa;

entre lunes y viernes

en las esquinas de Belgrado,

incorporado al tacto, al dedo,

a los dedos del hambre africano,

traído por los alisios del espanto;

canción de ojos abiertos,

de huesos de maderos

a la deriva entre flores.

Desde aquellos días y sobre

todo las noches, venimos

con muerte incorporada

en nuestro Auschwitz cotidiano,

esa dulce canción que nos arrulla

más allá del indulto de los días.


Hay un desfile de extrañas…

Cada dos por tres

en la noche ahora

de cenizas,

en las calles que se arrastran

descalzas,

hay un tango viudo,

un dos por cuatro

de fantasmas a capella.

Son los acólitos del hambre,

un dibujo, apenas carbonilla,

de ese amor a mordiscos

de la noche con la muerte.

A paso redoblado

entró el hambre en la lluvia,

en los raídos palotes

de la infancia.

La abuela se probaba la paciencia,

su color a podrido

para siempre

flotando en el patio ahogado.

-Abuela, ¿qué color tiene el hambre?

-No hay color para el hambre,

todavía.

Con sus días y sus noches,

el mundo, cansado, gira;

y el hambre sigue ahí, invisible;

como los sueños, antes.

Caballos de cartón flotan

con su carga de fantasmas

apiñados

en el rincón sin culpa,

bajo el aire gris olvido,

gris niebla, gris ausencia,

tan dos por cuatro.


En: Otra vez, siempre otra vez. Poemas escogidos (Ediciones Culturales de Mendoza, 2019)



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